NUESTRO NIÑO INTERIOR. UN ENFOQUE TERAPÉUTICO

NUESTRO NIÑO INTERIOR

NUESTRO NIÑO INTERIOR

UN ENFOQUE TERAPÉUTICO

por Javier de Ezcurra

Constelaciones Familiares – Bioneuroemoción

El término “niño interior” se fue instalando en nuestra cultura a partir de los noventa, y actualmente está presente en todo un universo de publicaciones y dinámicas terapéuticas. Pero ¿qué es el niño interior? ¿existe realmente, o es sólo una metáfora?

En realidad, creo que las dos cosas. Por un lado, solemos utilizarlo como metáfora para referir, en las personas adultas, características como inocencia, desprejuicio, actitud lúdica, espontaneidad y ganas de vivir. Pero hay un sentido más profundo detrás de ese término, que puede orientar nuestra tarea de auto-conocimiento y evolución.

EL NIÑO INTERIOR COMO ESTRUCTURA SÍQUICA

Durante nuestra primera infancia, movidos por un instinto inconsciente de supervivencia, le vamos dando sentido y significado a las cosas que nos ocurren y a los acontecimientos que atestiguamos, y, al hacerlo, vamos creando un mapa interno de cómo es el mundo. A este mapa interno es que llamamos niño interior.

Está conformado por un sistema básico de creencias, un material primitivo que fuimos desarrollando como respuesta a la realidad y que no se apega a la lógica porque fue gestado en una etapa pre-verbal de nuestras vidas. Como niños de uno o dos años no utilizábamos el lenguaje para formular nuestras interpretaciones de lo que nos iba sucediendo. Nuestras respuestas eran puramente emocionales y de esa manera quedaron grabadas en nuestros mapas inconscientes. Este es el mecanismo que todos hemos utilizado para darle significado y orden a nuestro entorno y así poder hacer frente a las cosas. 

El niño interior sería esa estructura síquica construida durante nuestra primera infancia en base a las interpretaciones instintivas y emocionales que hicimos de quiénes éramos y cómo funciona el mundo que habitábamos.

Una vez que se formó, este material básico inconsciente de interpretaciones emocionales fijadas en creencias se convirtió en un filtro a través del cual percibimos, valoramos y clasificamos todas las experiencias posteriores que fuimos adquiriendo a lo largo de nuestras vidas.

Así se fue configurando la imagen que hoy tenemos de nosotros mismos, nuestra auto-valoración y el reconocimiento de nuestras habilidades y capacidades. También la valoración que tenemos de todo lo que nos rodea la cual, por haber sido construida en términos de supervivencia, se organizó según polaridades: bueno-malo, positivo-negativo, atractivo-desagradable, etc.

EL NIÑO INTERIOR HERIDO

Cuando éramos pequeños, dependíamos absolutamente de nuestros adultos de referencia (padres, abuelos, maestros, etc.). Necesitábamos ser amados, nutridos y cuidados, que fueran satisfechas nuestras necesidades básicas y sentirnos parte del clan familiar. Al mismo tiempo, necesitábamos vernos reflejados en ellos para poder reconocernos y saber quiénes éramos. Los utilizamos como puntos de referencia para construir nuestra propia humanidad.

Seguramente nuestros progenitores y referentes adultos pretendieron darnos lo que ellos consideraban que sería lo mejor para nosotros. Y gran parte de eso lo recibimos y lo incorporamos porque satisfacía una parte de nuestras necesidades básicas, y nos sirvió para construirnos y sobrevivir hasta el día de hoy. Pero otra parte de eso que nos dieron no lo recibimos porque no coincidía con nuestras necesidades básicas, ya que, así como cada ser es único e irrepetible, también lo es una parte de sus necesidades básicas. Y, como éramos tan pequeños e irracionales, no sabíamos reconocerlas ni podíamos pedir lo que realmente necesitábamos. Estas necesidades insatisfechas e imposibles de reconocer conscientemente se volvían insoportables y activaban un mecanismo instintivo de respuesta: ocultarlas en lo oscuro del inconsciente. O sea que la energía emocional que provocó esa represión venía de emociones potentes e insoportables: dolor, culpa, vergüenza o miedo. Por eso es tan difícil acceder a nuestro mundo inconsciente.

Cuanto más infeliz haya sido nuestra infancia, más energía habremos ocultado en los sótanos del inconsciente.

NIÑO BUENO – NIÑO MALO – NIÑO VITAL

En aquel tiempo no discriminábamos si lo que estábamos reprimiendo era “bueno” o “malo”, simplemente interpretábamos que no era adecuado para sobrevivir en nuestro grupo familiar. Si le pegábamos al perro y nos retaban, eso era malo y reprimíamos el impulso agresivo, al tiempo que habilitábamos el “portarnos bien”. Si bailábamos y nos burlaban, eso también era malo y reprimíamos el impulso de bailar, al tiempo que habilitábamos el “no molestar”. Por otro lado, si mi mamá estaba fuera de casa todo el día y sólo se ocupaba de mí cuando estaba enfermo, estar enfermo era algo bueno. Si mi papá se reía cuando yo me hacía el payaso, la sobre-actuación era buena.

Ese tipo de interpretaciones inconscientes, que nos ayudaban a ubicarnos en el mundo familiar es lo que antes llamé mapa interno. Podríamos decir que este mapa tiene zonas iluminadas y zonas oscuras. Las zonas iluminadas conforman nuestra personalidad actual, es decir, las formas de pensar y actuar que fuimos eligiendo para “ser en el mundo”. Ese es nuestro niño bueno, el que preferimos mostrar ante los demás, y que suele no representar totalmente a nuestro ser más profundo. Y las zonas oscuras conforman toda la energía de esos impulsos que fuimos reprimiendo no solo en la primera infancia, sino durante el resto de nuestra vida, en función de los “filtros” con que nos habituamos a juzgar la realidad. Ese es nuestro niño malo, la persona que elegimos no ser para pagar la pertenencia a nuestro sistema familiar. Esa zona oscura no es un depósito inerte, todo lo allí reprimido son energías que se mantuvieron activas durante toda la vida, intentando manifestarse para ser reconocidas.

Hay una tercera energía que es el impulso vital con que nos dotó la vida para existir. Es la energía que nos impulsó a transitar los caminos que transitamos como puro impulso de vida y crecimiento. Esta energía nunca se enroscó en debates de bueno o malo, de agradar o ser rechazado, de ser feliz o no serlo. Operó en nuestras células y órganos para lograr nuestro crecimiento, en nuestra inteligencia para lograr nuestros aprendizajes y en nuestra voluntad de superar dificultades y lograr cometidos.

COMO AFECTA LA VIDA ADULTA

Tomado en este contexto de ser una construcción síquica, el niño interior es una realidad activa hoy en mi vida adulta.

Mi niño bueno se expresa hoy en las creencias que gobiernan mi personalidad, es decir, cómo me manifiesto ante los demás; y también cómo percibo la realidad, mis atracciones y rechazos. Mi niño malo se expresa en mis sueños, mis conflictos internos, mis síntomas y sufrimientos. Mi niño vital es el que me mantiene en marcha, sin importarle la dirección en la que esté caminando.

Nuestra prioridad como niños era ser nutridos y completados emocionalmente. Generalmente, el niño bueno era el mejor recurso para conseguirlo y, si tuvo éxito, es también nuestra estructura emocional actual para ser vistos, aceptados y queridos. Pero si el niño bueno no tuvo éxito y a pesar de él nos sentimos heridos o abandonados y no encontramos nuestro lugar seguro en el entorno familiar, quizás optamos por la rebeldía y el resentimiento de nuestro niño malo.

Esta denominación de niño bueno-niño malo es puramente literaria, ya que ninguno de ellos es ni bueno ni malo. Representan características de la vida humana y ambos son necesarios. Cada uno tiene sus fortalezas y debilidades. El niño bueno me permite adaptarme a la sociedad y sobrevivir, pero es un conjunto de máscaras que no representan fielmente a mi ser profundo y entonces, al final del día, me dejan una sensación de insatisfacción. Mientras que el niño malo que parecería ocultar mis defectos, debilidades, impulsos oscuros y deseos inconfesables, esconde a su vez el tesoro de quien profundamente soy y la energía para lograrlo.

EL DILEMA DE LOS TRES NIÑOS

No importa cuánto hayamos intentado hacer las cosas bien, ni cuánto hayan intentado nuestros padres hacer lo mismo, está en el destino de todo ser humano el dilema de los tres niños. Nos guste o no, es parte de la vida. Y es tan relevante como para ser el motor primario de la evolución y el desarrollo. Reconocerlos, aceptarlos e integrarlos es la clave de nuestra felicidad.

Mientras crecemos vamos por la vida hamacándonos entre la felicidad y el sufrimiento, la satisfacción y la insatisfacción, la certeza y las dudas. Esto es lo esperable y lo que generalmente sucede. Pero en algún momento de nuestra vida adulta empezamos a percibir señales de que algo no está bien, y esa es la llamada que nuestra propia siquis nos hace para avisarnos que llegó el tiempo de la integración. Puede ser insatisfacción, depresión o algún síntoma físico. Son las señales de que nuestro mapa interno está quedando desactualizado y es tiempo de crear uno nuevo. Esto significa que las máscaras de nuestra personalidad ya nos resultan insuficientes, y que algo nuevo y más auténtico escondido en lo profundo está queriendo manifestarse en mi vida.

TRABAJAR CON EL NIÑO INTERIOR

Reconocer, aceptar e integrar a nuestros tres niños interiores es un proceso de toda la vida. No es una meta que pueda alcanzar con un solo movimiento: me molesta el sol; me corro a la sombra; listo. Más bien se trata de un proceso de desarrollo y crecimiento, como quien aspira a mejorar en algo y entrena un poco todos los días. Cada uno de nuestros tres niños nos sugiere una estrategia propia que podemos adoptar.

a) Reconocerlos:

  • Al niño bueno lo reconozco en mis habilidades y recursos actuales, y también en la insatisfacción de que a mi vida actual le falte algo.
  • Al niño malo lo reconozco en las reacciones sobredimensionadas respecto del hecho que las detonas: explosiones de ira, miedo incontrolable, obsesiones. También en los patrones de conducta repetitivos o adictivos. Y, particularmente, en lo que proyectamos sobre los demás: como no puedo ver mi vulnerabilidad, la proyecto y no soporto a las personas débiles o dubitativas.
  • Al niño vital: en el hecho de que estemos vivos hoy y acá, reconociendo que tanto aciertos como supuestos errores fueron decisiones estratégicas guiadas por la lógica de la supervivencia.

b) Aceptarlos:

  • Aceptar al niño bueno implica abrazar toda mi historia, lo que me gustó y lo que no, amando al que soy y al que fui, considerando que mi vida fue la mejor respuesta posible a los desafíos que se me presentaron, en función de los recursos de los que disponía.
  • Aceptar al niño malo implica hacer las paces con mis miedos, culpas, enojos y vergüenzas, viéndolos como partes de mí no desarrolladas, y sabiendo que traen consigo tremendas energías de vida.
  • Al niño vital seguramente nos sea fácil darle su lugar.

c) Integrarlos:

El proceso de integración de esos aspectos de mi yo para ir realizando una vida más satisfactoria es imposible de resumir en este artículo. Hay muchos modos y estrategias para trabajar con ellos, y muchos recursos terapéuticos. La intención de este artículo es ordenar ideas y presentar el concepto “niño interior” desde un enfoque que nos sirva para crecer y estar mejor. Es necesario deconstruirnos, dejando que se disuelvan nuestras creencias disfuncionales limitantes para reemplazarlas por otras más funcionales. Y eso es un proceso lento, con aparentes avances y retrocesos, que requiere humildad y paciencia. Y ayuda externa, de ser necesario. Pero que vale absolutamente la pena.

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Helga Wolf

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